Las caderas de una revolución

‘Si no puedo bailar, no es mi revolución’ es una frase atribuida a Emma Goldman, anarquista y feminista lituana, que condensa un buen puñado de ideas en torno al empoderamiento femenino. Bailar también es una forma de (re)apropiación de nuestro cuerpo, nuestra movilidad y – por supuesto- nuestra sexualidad. Un ejemplo reciente lo podemos encontrar en Maedeh Hojabri, quien fue arrestada en Irán por colgar vídeos suyos bailando en Instagram. Bailar, en definitiva, es también una forma de protesta y liberación: alzar nuestros cuerpos como quien alza la voz o la pluma.

En ese sentido, la danza del vientre es un ejemplo lleno de connotaciones nada inocentes. En nuestro inconsciente colectivo se trata de un baile que evoca exotismo y sensualidad, conceptos moldeados por una visión falologocentrista -recuperando otros términos emparentados con el de
‘patriarcado’-. La palabra acuñada por Derridá señala cómo la interpretación de la realidad es producto de la mirada del hombre heterosexual blanco, especialmente sobre todo aquello que le resulta ajeno a sus propias prácticas y costumbres. Una traducción sesgada a fin de cuentas.

Sin entrar en discusiones más profundas, cualquier práctica puede tener su germen revolucionario si nos dedicamos a invertir, o como mínimo cuestionar y desmenuzar, los términos asociados, esos que nos vienen dados desde fuera. En ese sentido, bailar también puede ser una forma de hermenéutica. De hecho, a principios de este año, me encontré con un estupendo ejemplo de ello en los Teatros del Canal de Madrid: ‘Displacement’ de Mithkal Alzghair, bailarín y coreógrafo sirio. Una pieza que reflexionaba acerca de cómo la tradición nos predispone a entender los roles, en este caso el de la masculinidad, incluso desde algo tan aparentemente apolítico como pueden ser los pasos de un baile típico (aquí era el dabke, danza folclórica común a varios países árabes).

En el programa de mano del espectáculo se podía leer lo siguiente: “El teórico de la danza André Lepecki describe (…) cómo la coreografía, entendida como un compendio de pasos y gestos predeterminados, refleja sistemas políticos que buscan el control del movimiento. Sin embargo, también sugiere una salida a esta dominación planteando la posibilidad de que desde lo coreográfico se experimente con las estructuras dadas de movimiento ‘programado’, reconstruyéndolas en múltiples gestos libres que representen un modo de resistencia”. Es decir, démosle la vuelta a la tortilla: tomemos los gestos aprendidos, los pasos mil veces repetidos y reinterpretemos la partitura corporal desde nuestra propia perspectiva.

Creo que, en el caso de la danza del vientre, hemos sabido hacerlo. Hemos sabido reinventar un espacio con apariencia de divertimento, de pasatiempos casi banal, para convertirlo en un maravilloso laboratorio donde miles de mujeres han dado rienda suelta a su creatividad y
han hecho suyos movimientos para indagar, probar, cuestionar, colaborar y un largo etcétera. Quizá uno de los ejemplos más excepcionales sea el de Shrouk El- Attar, quien ha utilizado la danza del vientre como forma de protesta en contra del trato que recibe la comunidad LGTB en su país de origen, Egipto.

A raíz del pasado 8M, recuerdo debatir, una vez más, la importancia de los espacios no-mixtos, la necesidad de explorar cómo nos organizamos las mujeres en un espacio sin interferencias masculinas, más allá de los ámbitos privados y domésticos donde históricamente se nos ha relegado como conjunto. Hay estudios antropológicos acerca de los pocos ejemplos de organización matriarcal que existen en nuestro planeta que denotan que las sociedades dirigidas por mujeres tienen estructuras distintas a las más extendidas, formas de relacionarse diferentes – como el caso de tribu Mosuo (China) o Samburu (Kenia)-. Que haya más traducciones de la realidad es positivo para todo el mundo.

La danza del vientre se ha convertido en un espacio no-mixto de forma natural en muchos lugares, sobre todo del mundo occidental, por entenderse que es ‘de/para mujeres’. Al igual que los hombres renegaron de los tacones cuando las mujeres empezamos a usarlos, ellos se han alejado de las aulas y cursos donde se movían demasiado las caderas, porque han entendido (o les han dicho) que era poco masculino. Eso nos ha permitido explorar qué pasa cuando no están, qué ocurre cuándo nos apropiamos de nuestro cuerpo y no bailamos en pareja, donde suele mandar el hombre. Y ocurrió, por ejemplo, que en los 70 un grupo de bailarinas estadounidenses – FatChanceBellydance – se inventaron un código para bailar entre ellas, creando una estructura horizontal inédita en la danza que se extendió por todo el globo, convirtiendo el ATS (American Tribal Style) en un auténtico fenómeno.

No es casualidad que, desde hace años, precisamente en la manifestación de Madrid del 8M siempre haya un grupo de bailarinas de este estilo poniendo color y ritmo a la marcha junto al grupo de batukada. En Castilla y León tenemos un proyecto como el de TribalON que busca crear redes y fomentar la sororidad bailonga a través del ATS y el tribal fusión.

Del mismo modo, la danza del vientre también es una invitación a explorar la idea de sensualidad por nuestra cuenta, a ser dueñas de nuestro cuerpo también a la hora de mostrarlo. Cuando somos nosotras quienes decidimos qué enseñamos, si queremos salir prácticamente desnudas al escenario o tapadas de pies a cabeza, entonces la imagen de la odalisca -fruto del Romanticismo- se rompe en mil pedazos, mil fragmentos que representan mil ideas de mujer.

A partir de los años 80-90 la danza del vientre resurgió internacionalmente, en ese momento las corrientes y estilos se multiplicaron. Hoy es posible encontrar a bailarinas que reivindican el folclore más ancestral junto con otras que bailan a ritmo de música electrónica o heavy metal. El abanico de fusiones y estilismos es ilimitado y simplemente alucinante. La potencialidad de este baile ha permitido que cada cual utilice este maravilloso abecedario para reescribir su identidad encima de las tablas y fuera de ellas.

Actualmente, la danza del vientre es una actividad que se práctica a escala global, moviendo mucha gente y dinero, y donde hay un porcentaje altísimo de mujeres al frente de festivales, talleres, estudios de baile y todo lo que deriva de ello, como el diseño de prendas o bisutería. El bellydance es mucho más que un baile, es un movimiento que esconde una revolución y, simplemente, porque se ha convertido en un ámbito donde podemos hacer y deshacer a nuestro buen entender entre compañeras, entregadas alumnas o delante de todo un auditorio. Una actividad donde las mujeres nos sentimos reconocidas, acompañadas y seguras. Ahora bien, ¿una es consciente de todo este bagaje ideológico en una clase de danza del vientre? Bueno, siendo sincera, lo primero que se nota es lo anquilosadas que están las caderas (por estos lares no somos muchos de contonearnos de aquella manera, sino más bien de jota, ya se sabe). Pero, superadas esas primeras dificultades, la tónica general suele ser la de relajarse, divertirse, salirse de una misma y de la rutina. Entonces se crea un cierto clima en clase: las risas, el verse el ombligo unas a otras, luego los progresos, irse gustando y redescubriéndose… Realmente es una forma de sororidad a través del movimiento donde suelen crearse vínculos especiales. A lo largo de casi quince años he visto la capacidad de transformación que puede tener un simple movimiento de cadera… ¿Bailamos?

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